24 abril, 2006

La esquina de Encalada y El Progreso


Todos hemos sentido miedo alguna vez. El que aquí les traigo a cuento es uno que me sucedió hace algunos días, pero que tiene el agravante de que mi encuentro con ese "miedo" es inevitablemente diario. Se trata de la esquina de las calles La Encalada y El Progreso, a pocas cuadras de mi casa, en S...A... Está justo en una "esquina" pintado de azul bajo una luz amarillenta del alumbrado público que le hace tornadizo al azulino eléctrico. No sé por qué extraña razón sucede pero estoy convencido de que se trata de un miedo recóndito que proviene quizá de los mismos orígenes del hombre. A eso de las 9 de la noche, cuando salgo de mi trabajo para dirigirme a mi departamento, el bus me deja a pocos metros de la esquina que está a su vez a unas cuadras de mi casa. Inevitablemente tengo que pasar por ella. Como ocurre generalmente en estos casos, el clima o la atmósfera de alrededor juega un papel determinante. Las calles sumidas en la penumbra, con huecos de luz espaciados, donde su haz asoma tímidamente, el silencioso discurrir de las cosas, el presentimiento vago de lejanas almas que en esos momentos, al igual que uno, se deslizan por el pavimento con apagado ánimo: todo ello contribuye a crear ese microclima especial. Y de pronto me encuentro ahí, siguiendo el apagado movimiento monótono de mis piernas, acercándome paso a paso a "ella" que a su vez se encuentra "ahí", en la esquina, esperando quizá verme pasar, con igual resignación que la que yo llevo. Y mientras me acerco y mientras veo pasar por el rabillo de los ojos mil ladrillos que se multiplican a mi paso y se rasgan borrosamente hasta el infinito, y mientras el presentimiento de su proximidad va creciendo hasta hacerse nítida, me llega como de golpe un viento frío abismante como si con el muro se acabara también el mundo. Luego de caminar esos pocos metros que me distancian del filo de la pared, doblo hacia a la derecha camino a mi departamento. Sin embargo, el temor se hace fuerte antes cuando pienso que alguna presencia se encuentra apelmazada oculta al borde de ella como si tuviera aviesas intenciones. ¿Temor al hombre? No lo podría afirmar, pero no sería en rigor exacto, pues el mío es un temor a algo indefinible, lejano, cuyas reminiscencias apenas recuerdan al hombre.

15 abril, 2006

Barco Ciego.


"¿Otra vez pensando, Caspita?" cumple cuatro mesecitos. Cuatro mesecitos de estar dándole al bendito blog como a un hijo. La he aderezado como he podido, sin perder la elegancia y guardando siempre la identidad de quién uno es y hacia dónde se va. A cambio he obtenido de él muchas alegrías y sin embargo no pocas penurias. (Sólo Dios sabe -parafraseando al "cholo"- cuánto me ha costado esta criatura (Vallejo se refería, obviamente, a su diario batallar por mantener una honestidad poética a prueba de todo)). Dos blogs perdidos, noches enteras sin sueño, paciencia de relojero, minuciosidad de orfebre, ¡un código mal apuntado!, en fin, todo lo que rodea normalmente este quehacer informático. Cuatro mesecitos desde aquel l5 de diciembre de 2005 cuando salió por primera vez el blog con título presuntuoso: "¿Otra vez pensando, Caspita?". Desde aquel entonces, viene deambulando muy a su suerte como un barco ciego en la alta mar de la Internet, dando tumbos, favorecido por algunos dioses (léase: lectores) surcando los mares más recónditos e insospechados (ver mapas). Su suerte es muy distinta por lo que he podido notar. Algunos la celebran exageradamente, con lo cual caigo en la cuenta de que vamos mal. Otros en cambio lanzan una sonrisilla de evasión: "¡Está bien!", se limitan a decir, y dejan por olvidado el asunto. En ambos casos sigo esforzándome igual por darle el perfil y la personalidad adecuada al chico. Lejos de lo que pueda creerse, el título responde más bien a una idea y a una intención más sencilla: comunicar esa sensación de lejanía, de ausencia de "algo" o "alguien" que nos produce ese vacío interior que nos hace ver asímismos incompletos. En otras palabras, expresar la sensación de melancolía o nostalgia que nos hace más sensibles frente a nuestro entorno y frente a nosotros mismos. En una palabra, más humanos.
Van cuatro y se vienen muchos más.

03 abril, 2006

Caspita DISGUSTADO


En el Perú hay que ser profundamente mediocre para destacar. Cuando alguien asoma cualquier punta de luz, le brotan mil ojos de desconfianza como si se le hubiera pegado una terrible enfermedad. El hombre de mérito no prende normalmente en estas tierras. Antes bien, su flor muere lentamente a falta del bálsamo que la alimente. Es raro que alguien elogie a otra persona. Y más aún que lo haga públicamente. El sentido de la crítica está generalmente más desarrollado. El de la virtud, resfriado. Por eso es que a los hombres de genio se les mira con resquemor. Porque no se les entiende. Su cortedad les impide comprenderlos. No están provistos de las herramientas necesarias para saber cuando están frente a uno. Sus únicos sensores son rústicos instrumentos de albañería frente a sofisticados ultrasensores. Quienes quieran destacar tienen que pensar como lo haría el sentido común. Forzosamente deben allanarse. Y el regateo con su entorno, que generalmente es pobre, termina por empobrecer sus almas, que estaba destinado para grandes cosas.

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